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Cuidar el cuerpo de Cristo

 

Queridos amigos:

Con motivo de la Cuaresma, un tiempo de preparación para la Pascua, escuchemos una reflexión extraída de "Y toda la casa se llenó del aroma del perfume"(cf. p. 15-18), un texto sobre la espiritualidad que se inspira en la fuente del misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Puede ser un buen viático en nuestro camino para estimularnos a una reflexión más profunda.

 

Vayamos en espíritu a Betania, donde tuvo lugar un acontecimiento que será recordado para siempre.

Seis días antes de la pascua hebrea, encontramos a Jesús en Betania, aldea no muy lejana de Jerusalén, en casa de Lázaro, Marta y María; estos amigos le ofrecían una cena. Lázaro era el resucitado; Jesús lo había devuelto a la vida tras una enfermedad que lo había llevado a la muerte y durante cuatro días estuvo sepultado. Mientras estaba cenando: «María tomó una libra de perfume de nardo, auténtico y costoso, le ungió a Jesús los pies y se los enjugó con su cabellera. Y la casa se llenó de la fragancia del perfume. Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo iba a entregar, dice: “¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios para dárselos a los pobres?” (…) Jesús dijo: “Déjala; lo tenía guardado para el día de mi sepultura”» (Jn 12, 3-5.7).

Jesús está mirando hacia el futuro. María de Betania ya no tendrá la posibilidad de manifestar su afecto por el Maestro, y el Maestro acepta aquel gesto en vistas del día de su sepultura. En efecto, la resurrección anticipará cualquier otro gesto de las mujeres que, tras la Pascua hebrea, irían a completar la unción del cuerpo del Señor.

El encuentro con la persona de Jesús, sacramentalmente en el bautismo, y existencialmente en las opciones de vida que hemos elegido (matrimonio, vida religiosa, trabajo, relaciones sociales) nos permite cumplir la misma obra de María de Betania, es decir, ungir también nosotros el «Cuerpo de Cristo»: una obra de amor hacia una realidad, la Iglesia, en la que vive Jesús ahora.  Me refiero a la Iglesia en su realidad universal y local, pero, en particular la de sus fieles, refugiados y pobres, que Jesús nos ha confiado («a los pobres los tenéis siempre con vosotros, pero a mí no siempre me tenéis» [Jn 12, 8]), a fin de contribuir, de algún modo, al bien y a la paz tan necesarias hoy en estos momentos de individualismo exacerbado, reivindicaciones personales, indiferencia y violencia de todo tipo.

Cada cristiano continúa la misma obra de María de Betania, preocupándose de la persona de Jesús, que está vivo en su Iglesia. Conocer este «Cuerpo del Señor» y cuidarlo en sus miembros, es el alto privilegio que puede asumir todo bautizado.

En verdad necesitamos, hoy más que nunca, cuidar de este «Cuerpo de Cristo» herido por innumerables violencias, más pesadas si proceden de aquellos que forman parte de ella. No hay cabida para razonamientos retorcidos y moralistas, de la misma manera que Jesús rechazó inmediatamente el razonamiento hipócrita de Judas.

Es fundamental para los cristianos comprender que la Iglesia en el mundo, tal como fue querida y entendida por Cristo y nos fue legada por los apóstoles, es el auténtico «sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen Gentium 1). Es necesario devolver a este Cuerpo su plenitud sobrenatural, frente a los muchos intentos de encerrarlo simplemente en una perspectiva sociológica y horizontal sin futuro.

De hecho, la sacramentalidad de la Iglesia toca su más íntima y profunda naturaleza, es decir, la conciencia que tiene de sí misma, infundida por Cristo, que la hace, no una mera organización humana, sino un don de Dios para el género humano con una misión espiritual y moral, para que sea, al mismo tiempo, instrumento de paz y de unión entre los pueblos, sin cálculos ideológicos, políticos o militares.

Ser Iglesia significa pues participar en la misión salvífica y de alabanza a Dios por parte de Jesucristo y estar al servicio del hombre, más aún en tiempos de incertidumbre, cambios sociales y desequilibrios que violan, no pocas veces, la dignidad, la libertad y la propia persona humana.

 

Fernando Cardenal Filoni

 

(marzo de 2022)