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3_Dejemos ahora la palabra a María

 

Pedimos muy a menudo a Dios que baje a nuestras vidas de manera casi mágica. En las escenas anteriores, hemos visto cómo su encarnación era un acontecimiento que estaba preparado desde siempre: tiempo, cuidados, espera, paciencia. Hasta ese momento favorable y supremo, ese kairós, que cambió la historia.

¿Quién puede hablarnos de estos acontecimientos, tan singulares y sorprendentes, y al mismo tiempo tan íntimamente vinculados a la vida que se desarrolló, sino quienes los vivieron directamente? Dejemos pues hablar a María.

 

María

Mi nombre es María. Soy una joven de Nazaret, un pequeño pueblo de Galilea. Estaba comprometida con José, también de Nazaret, pero su familia era de Belén.  Según su genealogía familiar era descendiente del rey David y del patriarca Abraham. José, un hombre piadoso y justo, era carpintero. Se acercaba nuestra boda y nos estábamos preparando para ella según la tradición y los rituales de nuestra fe. Durante esos días de preparación, ocurrió algo que nunca conté a nadie; no sé cuántos me habrían creído. Pero ya que me preguntan por el nacimiento de Jesús, tendré que hablarles de estos hechos únicos y sorprendentes. Sé que puedo contárselo.  Penetrarán en su corazón.

En primer lugar debo confesar que siempre me he preguntado: ¿por qué me pasó eso a mí? No tengo una respuesta. Me encontré en esta historia sin quererlo y muchas veces pensé que estaba la mano de Dios en todo esto.

Recuerdo bien, sin embargo, que estaba en mi casa, una casa sencilla y humilde, cuando de repente se iluminó la habitación y se me apareció un ángel del Señor. Me saludó, me dijo que se llamaba Gabriel, que había sido enviado por el Altísimo, y también me dijo que no tuviera miedo, sino que me alegrara. Me preguntó si quería cooperar con Dios en la obra de salvación, la misma salvación que había sido anunciada a Abraham y a sus descendientes y que traería misericordia a Israel y al mundo de generación en generación. Dudaba, estaba confundida, sorprendida y algo asustada. El ángel me tranquilizó. Después de unos momentos de confusión, pensé que debía confiar en Dios como me habían enseñado en la oración del Shemá, ya que estos planes y expectativas no eran míos; y estas palabras del Shemá, que están en la mente y el corazón de todo buen israelita, me decían: recuerda, «el Señor es uno, lo amarás con todo tu corazón, te acordarás siempre de él, harás lo que es bueno a sus ojos y lo que te pide». En el fondo de mi corazón decidí confiar en Dios y, a pesar del gran temor, dije que sí. Luego me dijo que esta colaboración implicaba la maternidad a través de la acción del Espíritu Santo. Luego, varias veces, me tranquilizó para que no tuviera miedo, añadiendo que el niño que concebiría sería mío, pero también obra de Dios, y que se llamaría Jesús.

No se lo conté a José de inmediato, pensé que Dios lo proveería por sí mismo. Mientras tanto, sentía que mi cuerpo cambiaba día a día, y fue entonces cuando mi prometido se dio cuenta de mi maternidad. Estaba preocupado y, virtuoso como era, pensó en abandonarme, pero no quería causar un escándalo, hasta que un ángel del Señor, en sueños, le explicó y le preguntó si también quería participar en esta obra superior de Dios.

Así que José y yo nos quedamos juntos y nos preparamos para el nacimiento de nuestro hijo. Siempre he considerado a José como la sombra de Dios que me ha acompañado en la vida.

 

Fernando Cardenal Filoni

 

(Diciembre de 2021)