«Un virus aún peor, el del egoísmo indiferente»

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Papa Francisco Marzo 2020

Agradezcamos al papa Francisco su acompañamiento espiritual en medio de la crisis sanitaria y releamos la esencia de su enseñanza pastoral durante estas largas y dramáticas semanas.

 

En la fiesta de la Divina Misericordia, el pasado 19 de abril, el Santo Padre celebró la misa cerca del Palazzo della Rovere, en la iglesia del Espíritu Santo en Sassia, donde los miembros del Gran Magisterio de la Orden rezan regularmente y donde el nuevo Gran Maestre celebró su primera misa pública después de tomar posesión de su cargo este año. En este santuario romano de la Misericordia, el papa Francisco evocó del peligro relacionado con el fin de la pandemia. «El riesgo es que nos golpee un virus todavía peor, el del egoísmo indiferente», dijo, haciendo un llamamiento a una oleada de solidaridad. «Esta pandemia nos recuerda que no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos. Que lo que está pasando nos sacuda por dentro. Es tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad», insistió fuertemente cuando se empezó a vislumbrar el desconfinamiento progresivo.

Durante estas dramáticas semanas, Francisco no ha dejado de sostener nuestra fe y esperanza. Nunca olvidaremos esos conmovedores momentos del viernes 27 de marzo, al atardecer, cuando presentó el Santísimo Sacramento a distancia para bendecirnos frente a una plaza de San Pedro vacía, bañada por la lluvia y la oscuridad, mientras el sonido de las campanas de la basílica se mezclaba con el de las sirenas de las ambulancias... Frente a las pantallas de televisión, el santo y fiel pueblo de Dios, «confinado» a causa de la pandemia, se reunió en comunión con él, en completo silencio, para implorar valor y fuerza interior. El milagro de esta extraordinaria oración fue, en primer lugar, comprender que no estábamos solos en el camino. En lugar de mirar al Vicario de Cristo en el balcón de San Pedro, como durante las habituales bendiciones Urbi et Orbi, todos teníamos la mirada fija en la Eucaristía, llevada por el Papa en una gran custodia en el umbral de la Basílica.

Había llegado solo cojeando hasta la plaza bajo una lluvia torrencial. El cielo de un color azul irreal se reflejaba en la plaza, evocando las profundidades donde parecía haberse hundido durante esas últimas semanas. Habían colocado a las puertas de la basílica el crucifijo milagroso que salvó a Roma de la peste en el siglo XVI para esta oración. El agua que caía del cielo corría por la imagen del crucificado, dando un vívido reflejo a la pintura sobre la madera; la sangre parecía brotar realmente por el costado atravesado, simbolizando el don del Espíritu derramado para la renovación de nuestras vidas. Discreto, el icono de la Virgen Salus Populi Romani, también vinculado a la protección de la Ciudad Eterna durante varias epidemias, velaba con nosotros al pie de la cruz.

Conteníamos la respiración, conscientes de formar parte de un evento histórico. No es que sea el fin del mundo, pero seguro que es el final de un mundo, el de la globalización basada en el consumo egoísta excesivo. Políticas económicas contrarias a los intereses de los seres humanos han llevado a nuestras sociedades a encontrarse desamparadas ante una catástrofe sanitaria que ha sacudido a toda la humanidad. «Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa», analizó el Papa durante su homilía, denunciando «nuestro afán de omnipotencia y posesión». «No hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo».

Francisco comentaba el Evangelio de san Marcos que relata el episodio de la tormenta amainada, señalando que, como los discípulos en la barca, asustados y perdidos mientras Jesús parecía dormir a bordo, «nos ha sorprendido una tormenta inesperada». «La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades», señalaba el Papa, explicando que este tiempo de prueba es un tiempo de elección, «el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es». Entonces nos exhorta a «restablecer el rumbo de la vida» hacia Dios y hacia los demás siguiendo el ejemplo de muchos testigos de hoy - médicos, enfermeras, voluntarios, sacerdotes, religiosos - «que comprendieron que nadie se salva solo». «La oración y el servicio discreto son nuestras armas vencedoras», insistió el Santo Padre, antes de darnos su excepcional bendición en tiempos de epidemia.

La enseñanza del Papa se intensificó después, durante la Semana Santa. Con 20.000 muertes en Italia en Pascua, el Covid-19 seguía su progresión devastadora, causando sufrimiento y desorden en todo el mundo, donde ya se registraron más de 100.000 muertes. En todos los continentes éramos millones «prisioneros» del virus escuchándolo por la televisión, en streaming, viviendo la primera Pascua virtual de la historia. Durante la Vigilia Pascual, Francisco evocó ese «todo por reconstruir» experimentado por las mujeres que fueron a la tumba «pasado el sábado» (Mateo 28,1), después del Sábado Santo, el día del Gran Silencio. «Para ellas, como para nosotros, era la hora más oscura», comentó el sucesor de Pedro. Señaló que en esta situación las mujeres no se dejaron paralizar, sino que en sus casas preparaban perfumes para el cuerpo de Jesús, sin renunciar al amor… «Jesús, como semilla en la tierra, estaba por hacer germinar en el mundo una vida nueva; y las mujeres, con la oración y el amor, ayudaban a que floreciera la esperanza. Cuántas personas, en los días tristes que vivimos, han hecho y hacen como aquellas mujeres: esparcen semillas de esperanza. Con pequeños gestos de atención, de afecto, de oración», añadió, deseoso de animar todos los actos de amor realizados en la oscuridad de este período histórico. «Acallemos los gritos de muerte, que terminen las guerras. Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario», declaró.

En la bendición Urbi et Orbi del domingo de Pascua, que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro, en ausencia física de los fieles, exhortó al «contagio de la esperanza», considerando que este tiempo de coronavirus «no es un tiempo de indiferencia», ni «el tiempo del egoísmo», ni «el tiempo de la división», sino un tiempo de nuevas solidaridades y soluciones innovadoras para el bien de la única familia humana.

Desde el principio de la Semana Santa, durante la celebración del Domingo de Ramos, nos había indicado este camino de confianza para levantarnos y «redescubrir que la vida no sirve, si no se sirve». «Y, ante Dios que nos sirve hasta dar la vida, pidamos, mirando al Crucificado, la gracia de vivir para servir. Procuremos acercarnos al que sufre, al que está solo y necesitado. No pensemos tanto en lo que nos falta, sino en el bien que podemos hacer», propuso, dirigiéndose en particular a los jóvenes para mostrarles «los verdaderos héroes» que están apareciendo en estos días, no los que tienen fama, dinero y éxito, sino «los que se dan a sí mismos para servir a los demás».

Durante la misa del Jueves Santo, comentando el gesto de Jesús lavando los pies de sus discípulos, el Papa habló de nuevo de esta importante dimensión de servicio como «una condición para entrar en el Reino de los Cielos». Rindió así un vibrante homenaje a los sacerdotes que ofrecen su vida por el Señor, a los sacerdotes servidores, entre los cuales ha muerto en Italia un centenar durante esos días atendiendo a los enfermos en los hospitales, con médicos, enfermeros... «Son los “santos de la puerta de al lado”, sacerdotes que dieron su vida sirviendo», dijo, llevando consigo al altar a todos sus hermanos sacerdotes, especialmente «a los sacerdotes calumniados».

Estos sacerdotes calumniados también estaban en nuestras oraciones la noche del Viernes Santo, siguiendo el Vía Crucis transmitido por Mondovisión desde la Plaza de San Pedro, en el emplazamiento del antiguo circo de Nerón donde solía tener lugar la crucifixión de los cristianos... Las meditaciones habían sido escritas por los presos, y los «Simón de Cirene de hoy» se iban turnando para llevar la cruz, entre ellos médicos y enfermeros que, a diario, alivian a los enfermos de Covid-19.

El lunes de Pascua, después de la oración del Regina Caeli - que sustituye a la del Ángelus desde la Vigilia Pascual hasta Pentecostés - Francisco elogió el papel de las mujeres que fueron los primeros testigos de la Resurrección, dando gracias a todas aquellas que ayudan a la sociedad actual a poner a la persona en el centro de sus preocupaciones, y no al dios-dinero. Finalmente, reanudando el ritmo de las misas matinales transmitidas desde su residencia en Santa Marta, continuó animándonos a rezar juntos «para que el Señor, en las dificultades de este tiempo, nos haga descubrir la comunión entre nosotros, la unidad que es superior a toda división».

Esta crisis, que ha cambiado el mundo en cien días, nos ha hecho sentir como miembros de una misma familia, dándonos cuenta de que la única solución para derrotar el mal planetario es cooperar y vivir juntos. El Triduo Pascual reforzó esta convicción a nivel espiritual, al hacernos más conscientes de la presencia de Cristo en nuestros hogares, resucitado donde vivimos, en las iglesias domésticas, en el mismo lugar donde se está preparando «el mundo de después»...

 

François Vayne


(Mayo 2020)