Acompañemos a Jesús con los salmos de su vida

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Mausoleo_Galla_Placidia_Mosaico « Ustedes sacarán agua con alegría de las fuentes de la salvación» (Cántico de Isaías 12). Foto: mosaico del Mausoleo de Galla Placidia, Rávena.

A mitad de nuestra Cuaresma, el Gran Maestre nos invita a detenernos en la oración de Jesús y en los salmos que siempre han acompañado el camino del Hijo de Dios, desde su infancia hasta la Cruz. Tomemos fuerzas de la fuente de nuestra salvación, para continuar con esperanza nuestro camino hacia Jerusalén y la alegría de la Pascua.

 

Entramos en la Cuaresma dejándonos atraer por el ejemplo de Jesús. La Cuaresma, en efecto, es el tiempo durante el cual, a imagen del Señor, podemos dedicar unos momentos más a la oración, un lugar privilegiado para el diálogo con Dios, pero también un tiempo de reflexión sobre nuestra vida.

La Iglesia reza porque Jesús rezó y enseñó a rezar a sus discípulos; así nos dejó una norma y un paradigma (san Cipriano), el «Padrenuestro». Además, Jesús oró de acuerdo con el estilo de su tiempo y la tradición hebrea, de la que los salmos son una expresión muy elevada y viva, porque están enraizados en la vida de Israel. Jesús rezaba con los salmos. Los había aprendido en su familia, como los niños que aprenden las primeras oraciones con su madre y su padre. También los había aprendido en la sinagoga de Nazaret, un lugar que también fue para él una iniciación a la fe. La Iglesia antigua, compuesta por judeocristianos, los recitaba o cantaba según la tradición judía; así, los salmos fueron retomados por la Iglesia, que añadió la doxología trinitaria (es decir, la breve fórmula de alabanza a la Santísima Trinidad) al final. Por eso, Jesús oraba con los salmos. Utilizarlos, como ocurre en las comunidades religiosas y laicas (por la mañana para los Laudes y por la tarde para las Vísperas), es una forma de prolongar la oración al estilo y modo del Señor; de esta manera, Jesús se une a nosotros y nosotros nos unimos a Él en la intercesión perpetua de súplica y oración al Señor.

Al final de los cuarenta días de ayuno, Jesús, según el evangelista Lucas (4,1-12), es tentado por el diablo sobre su fe y el diablo le pregunta dos veces: «Si tú eres Hijo de Dios», citando de manera  ambigua el Salmo 91 (v. 1), el salmo de la confianza en Dios que comienza con estas palabras: «Tú que vives al amparo del Altísimo y resides a la sombra del Todopoderoso». En otras palabras, quien confía en Dios, incluso en los momentos oscuros de la vida, es protegido por Él. Jesús conoce este salmo y sabe que a lo largo de su vida siempre se verá enfrentado a su identidad. Esta tentación representará la trama continua de los días de la vida pública del Señor, hasta el final. Así será cuando Jesús se apresure a expulsar a los mercaderes del Templo de Jerusalén («¿Qué signo nos das para obrar así?», Jn 2,18), o de nuevo en Cafarnaúm, donde le preguntarán en calidad de qué habla (Jn 6,30; Mt 16,1-4). Los fariseos y saduceos se lo pedirán para ponerlo a prueba (Mt 16,1). La samaritana de Siquem se lo preguntará (Jn 4,29), al igual que el sumo sacerdote (Caifás), utilizando las mismas palabras que el diablo: «¿Eres el Mesías, el Hijo de Dios bendito?» (Mc 14,61). Pilato también le preguntó: «¿Tú eres el rey de los judíos?» (Mc 15,2). Incluso los que pasaban por allí se lo preguntaron mientras moría en la cruz: «Si eres...» (Lc 23,37), así como uno de los criminales crucificados con él (Lc 23,40). En la cruz, cuando ya no hay esperanza, Jesús, según Lucas, renovará su fe recitando el Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46), que es el salmo de la confianza en la prueba. Según Mateo, Jesús concluye sus últimos momentos con el Salmo 22: «Elí, Elí, lemá sabactani», que significa «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es decir, la oración que expresa un sufrimiento lleno de esperanza.

Volvamos al Salmo 91, el citado por el diablo, y tratemos de entender su significado. En este salmo se interroga al Orante, es decir, a Cristo -pero también a ti, o a mí, que en Él somos continuamente interrogados o tentados de la misma manera. Tú, que en tu fe dices que habitas al abrigo del Altísimo, tú que piensas que estás a la sombra del Altísimo, tú que consideras al Señor como tu refugio y tu fuerza, tú que pones tu confianza en Él, ¿estás seguro de que te librará de la mentira, de la muerte o de la peste -hoy podríamos añadir incluso un Covid mortal-? ¿Estás seguro de que estás protegido cuando la aniquilación lo devasta todo, estás seguro de que el Señor es tu refugio? ¿Estás seguro de que tu «tabernáculo» te protege y de que el Señor ordenará a sus ángeles que te protejan y mantengan alejados a tus enemigos?

Este salmo es cristológico. Esto es lo que podemos ver claramente si lo miramos en el trasfondo. Habla de Jesús, de sus tentaciones, de su conciencia mesiánica y de su confianza en la misión recibida. La respuesta está claramente también en el propio salmo, que expresa la fe contra toda duda: «Yo le libraré [...] le protegeré [...] le responderé [...] le glorificaré [...] le mostraré mi salvación» (v. 14-16).

Este salmo es antropológico. En el trasfondo está mi fisonomía psicológica, mis tentaciones, mi yo.

Este salmo, colocado al principio de su vida pública, el Señor lo recitó y lo cumplió también para mí y para ti. Conviene recordar aquí que, en las tentaciones, el Señor nos exhorta a confiar en él: «No se inquieten. Crean en Dios y crean también en mí» (Jn 14,1). Como bien ha explicado Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (Deus caritas est).

«Los hijos de la Iglesia (escribió Hesiquio, un sacerdote de Jerusalén) exultarán en su rey, el Cristo», y con él entrarán en el Reino.

 

                                                                       Fernando Cardenal Filoni

 

(12 de marzo de 2021)